lunes, 8 de abril de 2013
Allí, al otro lado del país, llovía a intervalos, veinte minutos de aguacero absoluto, diez minutos de silencio perfecto. Créanme, la lluvia era puntual como un reloj.
El cielo era gris y gigantesco, complicado, y el mar, opaco, liso, un tanto amenazante, más profundo de lo que es tranquilizador (parecía que con solo tocarlo no pararías de hundirte hasta llegar al fondo), y sobre todo, era definitivo, excepto por alguna medusa amarilla que ella descubrió con tremenda alegría solo para decepcionarse cuando aprendió que eran la última plaga.
Los chicos y su profesor llevaban alrededor de una hora en la diminuta isla, seleccionando charcas para hacer sus estudios.
Podían hacer todo el ruido que quisieran, allí tan lejos de la tierra. Las carcajadas resonaron cuando el profesor los definió como "cerebros de teflón", y a nadie le importaba lo despiadada que era la lluvia, aunque al final de la mañana, los que eran extranjeros se sintieron acosados y exhaustos por el tiempo.
Fue en el viaje de vuelta, con diez personas en silencio en una barca que disfrutaba extremadamente llenándose de agua, cuando ella entendió por fin lo que le estaba diciendo el paisaje.
Y la palabra "fjord" le pareció, cuando menos, mágica.
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